lunes, agosto 15, 2005

Chilanguez con ruedas

Como buen citadino clasemediero, le dedico un número considerable de horas a transitar en coche a la mayoría de mis diligencias bajo el supuesto de el transporte público es en más lento, más arriesgado y más sudoroso. Sea esto cierto o no, somos tantas las personas que compartimos el tráfico en horas pico, que nos hemos visto en la necesidad de crear nuestra propia cultura del transitar y sobre este tema es que trata el presente artículo.
Para ti docto lector, que te estás preguntando cómo es que puede haber cultura de tránsito en tal estado de barbarie, aprovecho la ocasión para aclarar que no me refiero en este caso al término alemán kultur, que la época de Bismarck era sinónimo de progreso. Te diría que hay veces que el único progreso evidente es el de las horas, cuando me atrapa una marcha entre donde vengo y a donde voy. Tampoco veo la cultura del tránsito como erudición o madurez intelectual, pues por más refinado que a veces me guste verme a mí mismo, cuando alguien se me cierra me doy cuenta por mis amables reacciones que soy tan naco como el que más.

La cultura del tránsito urbano en vehículo automotor, léase chilanguez con ruedas, es el conjunto de modelos de comportamiento colectivo, adquiridos y transmitidos socialmente mediante el uso peculiar y distintivo de los elementos comunes a la convivencia. (¿Te cae?) O sea que tenemos un modo muy particular de hacer las cosas cuando manejamos y, hasta donde alcanza mi experiencia, esta combinación no se repite en ningún otro lugar. Voy a elaborar entonces alrededor de ideas tradicionales relevantes, valores asociados, símbolos y configuraciones distintivas. Y esto relacionado con semáforos, cambios de carril, patrullas, ambulancias, señas corporales y, por su puesto, uso del claxon.

Comencemos por el semáforo y sus tres foquitos de colores. En la mayoría de los países el rojo significa “alto”, el verde reza “siga” y el amarillo indica “precaución”. Pero si tomamos en mente que la idea tradicional relacionada con el semáforo es la ley, y que los mexicanos entendemos a la ley como un marco de referencia --no como un conjunto de reglas que hay que seguir a pie juntillas— y que además tenemos la costumbre de aprovechar cualquier ambigüedad de la misma en nuestro beneficio, la cosa cambia. Así, las lucecitas del semáforo significan lo siguiente en nuestro transitar: el rojo significa “disminuya su velocidad y avance con precaución”, el verde significa más o menos lo mismo, pues sabemos que para todo semáforo en verde hay uno que está en rojo mandando una señal ambivalente. El amarillo –ámbar dice el Reglamento— es sin duda inequívoco pues significa “acelere, pues todavía alcanza a pasar”. Y cuando los semáforos tienen flechitas dentro de los foquitos la cosa se pone todavía mejor, pero el tema es de tal complejidad y extensión que puede ser objeto de una tesis doctoral y no lo pienso abordar aquí.

Hablemos ahora de las patrullas y el modo en que representan a la autoridad. En otras latitudes, la gente se siente protegida y a salvo cuando un patrullero pasa junto a ellos. Pero los chilangos tenemos una larga tradición de contemplar a la autoridad con ambivalencia. Miramos mucha ortodoxia y poca ortopraxia, percibimos autoridades de grandes discursos, pobres resultados y predispuestas a aprovechar su estancia en el poder. Vemos la autoridad monárquicamente, con gran respeto a las formas, con venias y hasta cuotas para transgredir, aunque después repudiemos la conducta. Así pues una patrulla nos pone en estado de alerta e incluso contemplamos la posibilidad de una ruta alternativa si es que no hemos llevado el coche a verificar. En una interacción, no buscada por supuesto, no debe sorprendernos algo así como “Buenas tardes señor oficial ¿que calor eh?... ¿Qué me pasé el alto, cuál alto? Ni siquiera vi el semáforo… Ándele oficial, no sea malito, déjeme ir. La verdad es que sí lo vi, pero me estoy haciendo del baño e iba volando a mi casa –su casa— para llegar a ya sabe usted… Oiga, muchísimas gracias, Dios lo tenga en su Gloria, si todos fueran como usted, permítame a modo de agradecimiento invitarle para un refresco, con todo respeto a su autoridad por supuesto…”

Las ruidosas ambulancias representan con toda claridad el modo en que valoramos la solidaridad. Al oír la sirena a nuestras espaldas nos conmiseramos del sufrimiento ajeno y siempre encontramos el modo de hacerles un huequito, crear un carril adicional en el periférico y orillarnos a la orilla, pues. Dejar el paso a una urgencia médica podría parecer que no tiene nada de peculiar en nuestra chilanguez con ruedas, a no ser por la maldita rémora que siempre viene pegadita defensa con defensa detrás. Entonces nuestra generosidad inicial se transforma en cólera momentánea, luego en frustración y finalmente en amargura: tratamos de cerrarle el paso al free rider, pero sin suficiente decisión para despojarlo de su malhabida posición, miramos frustrados como después de que pasan tres o cuatro gandallas, prácticamente el esfuerzo de colarse ya no vale la pena y después nos quedamos cavilando de porqué el país está como está y cómo es que si las ambulancias no fueran más anchas que los coches normales tendríamos mejores posibilidades de meternos justo atrás. Juzga pues lector si nuestros valores y actitudes frente a quienes parasitan el sistema son distintivos o no.

El claxon hace su luchita por incorporarse al modo en que vivimos y jugamos con el lenguaje. Es una lástima que la tecnología automotriz no esté al nivel, pero hacemos noble esfuerzo por asociarle sutileza, expresión y doble sentido a los claxonazos. Ejemplos notables son en primer lugar el breve “pip” tras seis centésimas de segundo de luz verde en el semáforo que sugiere al conductor de la primera fila algo así como “No estará usted dormido, ¿verdad?”. Por supuesto el prolongado “taaaaaaaa” que hace evidente a quien se estaciona en el eje vial la molestia de los otros clamando “¡Taaaa-rado, tus intermitentes no hacen que dejes de estorbar!”. Y por supuesto el agravio máximo en el quíntuple “táa-ta-ta-ta-taa” que ha logrado convertir una corneta en una verdadera mentada de madre. Muy diferente a otro quíntuple cornetazo que con diferente espaciado significa “¡Que vivan los novios!” Sin embargo, sigo pensando que la tecnología todavía no nos ha dado el ancho apropiadamente para decir “Insisto. Pase usted primero por favor” o bien “Mamacita… ¿De que nube te caíste amor?”. Esto me lleva a una de las últimas manifestaciones culturales de nuestra chilanguez con ruedas.

Las señas que nos hacemos unos a otros al manejar son variadísmas dependiendo de las circunstancias, pero voy a escoger sólo una, que me encanta y pone claramente de manifiesto el modo en que simbolizamos lo impersonal del sistema y su superación a través del contacto humano. Aunque los coches vienen de fábrica con una palanquita junto al volante que activa la señal de luces direccionales, todos sabemos que usar ese sistema garantiza que los coches de atrás cierren filas y eliminen cualquier espacio disponible, anulando así la más mínima posibilidad de paso. Por eso, cuando de verdad deseamos cambiarnos de carril, no hay como sacar el brazo por la ventanilla y hacer contacto visual con el conductor de a lado con cara honesta de “Dame chance, please”. Y el otro te cede el paso, aunque lleve igual que tú más de una hora en el tráfico. Muy particular como traducimos en la vialidad el aprecio por el contacto con otros, actuando incluso contra el sistema establecido.

Nuestra chilanguez con ruedas también cambia con el tiempo, antes cualquier taxista nos servía de Guia Roji, pero ahora la ciudad es tan grande que hasta ellos cargan una. Antes veíamos muchas más ventanillas abiertas para respirar aire fresco, pero ahora con la paranoia de la seguridad, el sofoco es preferible al atropello. Y hay cosas que todavía no estoy seguro cómo vamos a resolver, como por ejemplo el número de manos necesarias para acomodarse un lente de contacto, comer yogurt, marcar en el celular y sacar el brazo para dar vuelta al mismo tiempo.

La cultura con ruedas nos refleja entre otras cosas nuestro modo de actuar a partir de nuestras concepciones colectivas sobre la ley, la autoridad, la solidaridad, los free riders, el lenguaje y el contacto humano. Pone en evidencia el modo en que vivimos, abrazamos, toleramos o rechazamos ciertos estilos de proceder. Y aún en un día de mucho tráfico, como dijera mi abue: al mal tiempo, buena cara.
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Ricardo Medina Covarrubias es mercadólogo por profesión y curioso por vocación. Aprovechando que dedica varias horas al día a transitar de un lado a otro en coche, este artículo fue concebido, escrito y revisado en su totalidad a bordo de un vehículo.

© Junio 2005

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2 Comentarios:

At 3:19 p.m., Anonymous Anónimo dijo...

Menos mal aún no conduzco. Sería terrible para mi salud porque aún no me controlo. El hulk dentro de mí es bien raro. Y lo de ortopraxia... qué genial. Tendré que hacer algún post con esa palabra. Se supone que debería conocerla pero hasta ahora se topa con mi mente desorientada. Je.

 
At 11:43 p.m., Blogger Ricardo Medina dijo...

Bueno pues te auguro muchos momentos de verde transformación, jaja. Espero no encontrarme contigo en un crucero. ;)

 

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